Noticias | enero 8, 2020

Gauchito Gil


El proceso de canonización de una persona requiere de una gran variedad de engorrosos procedimientos, tribunales de investigación, trámites administrativos por parte de los funcionarios de la congregación que la postula, estudios y análisis de expertos, disputas entre el promotor de la fe (el «abogado del diablo») y el abogado de la causa (el patrocinante), pruebas de por lo menos dos milagros realizados (salvo que el candidato, al no resignar su fe, termine perdiendo la vida, como Tomás Moro, que fue decapitado, caso en el que no son necesarios los milagros), testimonios escritos y orales, además de lo cual su tratamiento puede demorar varios siglos hasta que el Vaticano confirme la santidad.

El proceso de canonización popular, en cambio, elige una ruta más directa en la que las dudas, disputas y comprobaciones tienen la misma consistencia que la nada.

Aunque se trate de lo mismo, la fe, el hecho de creer sin cuestionar estalla como un jubileo. Por eso existen, por un lado, los santos de los vitrales y las estampitas, y por el otro, los santos populares, esos que los promeseros llevan tatuados en la piel o a quienes rinden tributo –con respeto de misa– en austeros santuarios, cuando no simples cruces erguidas como estacas de fe, levantados a la vera de las rutas, como el Gauchito Gil, la Difunta Correa o San La Muerte. Es que tanta es la devoción que la gente les profesa y tan fuertes son estos símbolos, que hasta lo inexplicable (para la Iglesia sólo se trata de superstición y leyenda) tiene su lógica.

«La globalización que implica el plan neoliberal conservador en el nivel macroeconómico –dice el filósofo y teólogo argentino Rubén Dri– conlleva un fraccionamiento al infinito de los sectores sociales y, en especial, de los que se hallan más abajo en la escala social. Ello hace que, además de las penurias económicas, que son de una gravedad inusitada, estos sectores sufran una pérdida de identidad alarmante. Sin identidad no hay sujeto. Estos sectores pasan a ser objetos manejados a voluntad. Cunde la sensación de desorientación y desamparo. Para salir de este desamparo que provoca la falta de identidad, los sectores populares recurren a las más diversas formas religiosas, en las que se mezclan símbolos, fetiches, supersticiones, doctrinas exóticas. Pocas veces en la historia se ha visto un pulular de creencias religiosas como en la actualidad.»

En ese pulular de creencias, el Gauchito Gil, si no lleva la bandera, al menos debe de ser el primer escolta. «La Iglesia Católica –dice Dri– ha sido muy inteligente en esto. Asumió en general la religiosidad popular; por eso es que abundan los santos. Ahora, hay determinados aspectos de la religiosidad popular que la Iglesia no acepta. Por ejemplo, lo del Gauchito Gil o la Difunta Correa, aunque me parece que hay ahora una especie de arrepentimiento en esto. Por lo menos en algunos sectores de la Iglesia, porque se está observando como un acercamiento al Gauchito Gil y a la Difunta Correa. La Iglesia ha cambiado muchísimo… aunque hay determinados dogmas que los considera totalmente intangibles, pero en la manera de interpretar fenómenos religiosos, ritos, efectivamente, ha tenido muchas transformaciones.»

Para Guillermo Marcó, ex vocero de la arquidiócesis de Buenos Aires, «no puede ponerse todo en una misma bolsa, porque en la Difunta Correa, por ejemplo, no hay aún testimonio alguno de su vida. Es una leyenda, medioincomprobable, pero que está en la tradición popular. Bastante distinto de los casos de Rodrigo o de Gilda, que en definitiva no hicieron nada ejemplar; murieron en accidentes y eran conocidos; nada más. Eso no resiste el paso del tiempo. En el caso del Gauchito Gil, ahí está la diferencia entre la santidad y la superstición porque, al igual que con la Difunta Correa, si uno no hace determinada cosa ellos castigan. En la santidad, en cambio, el santo siempre ayuda.»

El culto al Gauchito Gil, nacido hacia fines del siglo XIX, dejó de ser en los últimos tiempos exclusivo del pueblo correntino, y del Litoral en general, para extenderse hacia todos los rincones del país.

La explosión de fe popular en Antonio Mamerto Gil Núñez, un gaucho nacido en Paso de los Libres y que algunas versiones indican que integró las tropas del general Madariaga, está asociada al deterioro social de la Argentina iniciado en los primeros años de la década de 1980, paradójicamente con el renacer de la libertad y la esperanza.

En Símbolos y fetiches religiosos en la construcción de la identidad popular –Ed. Biblos–, Diego Bocconi y María Paula Etcheverry, autores del capítulo «Chamigo Gil», señalan: «El género literario en el que se expresa el mito de Antonio Gil es el de la saga, ya que se estructura en torno de narraciones acerca de un pasado, con fundamento histórico, pero sobre cuyas afirmaciones no existen documentos que las respalden. La riqueza contenida en la saga se expresa en tanto se intente comprender el sentido que para sus devotos tienen los símbolos que la componen».

Existen distintas versiones acerca de la vida de Antonio Gil, cada una de ellas con su simbología, y una significación concreta para quienes la hacen propia.

Una de las más difundidas cuenta que una tal Estrella Díaz Miraflores no sólo era la heredera de la estancia donde trabajaba Antonio, sino que también era la prometida del comisario del pueblo, que no dudaría en usar su autoridad para sacar del medio a otros pretendientes. Por esos años, ninguna familia de patrones iba a aceptar un noviazgo entre un peón y una joven rica y, para peor, viuda.

Así las cosas, Antonio Gil huyó de Paiubre (hoy Mercedes, Corrientes). Eran años de grandes conflictos armados. Se alistó para combatir en la Guerra de la Triple Alianza, luego intervino en la lucha entre celestes y colorados –correntinos contra correntinos–, hasta que en un sueño que tuvo se le apareció Ñandeyara, el dios guaraní dueño de los hombres, que le ordenó «no derramar sangre de tus hermanos». Al salir del sueño, Antonio se hizo desertor. Vagó por montes y esteros, robándoles a los ricos para repartir el botín entre los pobres. Ya por entonces su fama era tanta que la gente decía que con las mismas manos que robaba a los ricos también podía curar a los enfermos.

Hasta que un mal día lo atraparon. Un contingente policial debía llevarlo a lo que hoy es Mercedes, pero el sargento que comandaba la partida decidió, sin una mueca de vacilación, fusilarlo en el camino. Cuando iban a dispararle, se dieron cuenta de que tenía grabado en el pecho la figura de San La Muerte –eso lo hacía inmune a las balas–, del que era devoto. La solución llegó rápida como el paso de una estrella fugaz: lo colgaron de un árbol, cabeza abajo, y le cortaron la yugular con su propio cuchillo.

La versión dice que sus últimas palabras fueron para el sargento, su verdugo: «Vos me estás por degollar, pero cuando llegues esta noche a Mercedes, junto con la orden de mi perdón te van a informar que tu hijo se está muriendo de mala enfermedad. Como vas a derramar sangre inocente, invocame para que interceda ante Dios Nuestro Señor por la vida de tu hijo, porque la sangre del inocente suele servir para hacer milagros».

Poco después, cuando el Gauchito ya estaba muerto, llegó la noticia del indulto. El sargento volvió a su casa y se encontró con su hijo moribundo. Cargó sobre sus hombros una cruz de espinillo y fue hasta el campo donde yacía el cuerpo de Gil. Después de enterrarlo, le pidió perdón y también que intercediera para curar a su hijo. El verdugo se convirtió, así, en el primer devoto del Gauchito Gil.

La otra versión sostiene que, en realidad, era su verdugo el que estaba enfermo y que, tiempo después de darle muerte, le pidió al Gauchito Gil que lo curara. Haya sido una u otra, lo cierto –si es que fue cierto– es que ése fue el primer milagro atribuido a Antonio Gil.

«Los arquetipos –sostienen Bocconi y Etcheverry– encarnan valores, acciones e ideas ejemplares que otorgan sentido al momento presente y, al mismo tiempo, contienen un plus de significado que se proyecta hacia adelante, que permite al sujeto trascender los límites y soñar un futuro que le vaya marcando el camino. Como tantos otros cultos populares, con sus contradicciones, el Gauchito Gil resguarda la utopía de los sectores históricamente más golpeados, humillados y derrotados, de quienes aprendieron a tragarse los sueños pero nunca dejaron de soñar.»

Por eso, al Gauchito Gil lo llaman el santo de los derrotados.

«Todos tenemos necesidad de creer en algo –acepta el padre Marcó–; lo que pasa es que así como yo también tengo la necesidad de comprar productos, también debería averiguar cómo son esos productos para no ser estafado, cosa de no depositar mi esperanza en algo que en realidad no es cierto. Englobar todo en una misma categoría es un error grave, porque una cosa es el culto a un santo, y otra cosa es la superstición, que no tiene absolutamente nada que ver.»

Fuente: lanación.com.ar

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