La historia de Cristina Vázquez, la inocente que estuvo 11 años presa
“A Cristina la mató la Justicia”, dice Cecilia Rojas, su amiga desde los 15 años. Las dos estuvieron presas y fueron condenadas injustamente, sin pruebas, por un crimen que no cometieron. Cristina Vázquez pasó 11 años privada de su libertad. Cecilia, 14. Las dos, con 38 años, fueron absueltas en diciembre por un fallo de la Corte Suprema. “Se sentía muy sola, estaba deprimida. Me decía: todos tienen un título, yo nada. Yo también siento eso, pero lo trato de sobrellevar”, dice Cecilia en la puerta de la Funeraria Díaz, donde recién acababa de llegar el cuerpo de su amiga, después de haber sido sometido a una autopsia, para clarificar las causas de su muerte. El termómetro marca 33 grados en la tarde del jueves en la capital misionera.
Al recuperar la libertad, Cristina no tuvo ningún tipo de acompañamiento integral. Como fue absuelta, ni siquiera la acompañó en su regreso a la sociedad el Patronato de Liberados, que brinda ayuda a quienes dejan la cárcel después de cumplir una condena. Ni eso tuvo ninguna de las dos.
Cecilia fue quien encontró a Cristina muerta, el miércoles, con signos de suicidio, en la pieza que alquilaba a pocos metros de su casa, en la ciudad de Posadas. Ella todos los días pasaba por la habitación, le golpeaba la puerta y la despertaba. Cristina dejó una carta, que está en el juzgado de instrucción N° 6. Su familia todavía no pudo leerla.
“En el penal tenía episodios de ansiedad y la empastillaban. Cuando salió de la cárcel quiso dejar todas esas pastillas. Necesitaba psicóloga, psiquiatra, necesitaba un acompañante terapéutico, un tratamiento integral”, dice Magda Hernández, directora del documental «Fragmentos de una amiga desconocida», que se estrenó en 2019 y retrata la historia de Cristina Vázquez.
Cecilia estuvo 9 años en la unidad penitenciaria N° 5 de Villa Lanús, en las afueras de la capital provincial, donde Cristina pasó los 11 años presa. Cecilia después fue trasladada al penal de mujeres de Ezeiza y siguió detenida por casi cinco años más. “En la unidad 5 si llorabas te daban medicación, sedantes como clonazepan y trapax, y antidepresivos. Por todo nos medicaban. En Ezeiza es distinto: ahí primero te ve una psicóloga, una psiquiatra, y si llegás a necesitar alguna medicación, recién ahí te dan pastillas”, dice Cecilia.
La subsecretaria de Relaciones con la Comunidad y Violencia del gobierno de Misiones, Myriam Duarte, dice que ella la puso en contacto con dos psicólogas que Cristina conoció en el penal, y les tenía confianza –porque no quería atenderse en el hospital de Posadas–. Esas psicólogas trabajan en esa subsecretaría ahora. “Estaba siendo atendida, abandonaba y volvía. No podía sostener con regularidad los tratamientos”, dice una de las profesionales con la que Cristina tuvo contacto esporádico en estos meses.
“A Cristina la angustiaba no tener estabilidad económica. La plata no le alcanzaba”, dice Magda. “Siento mucha bronca. La semana pasada se le había roto el celular y con Gaby (Cuoto, productora de la película) estábamos tratando de conseguirle uno y también una computadora para que estuviera más conectada”.
En enero, a pocas semanas de salir de la prisión, Cristina viajó a Buenos Aires y Magda la acompañó a una reunión en el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación. Tuvieron un encuentro con Josefina Kelly, secretaria de Políticas contra la violencia por razones de género. “Le ofrecieron un subsidio que se demoró en salir. Si se quedaba en Buenos Aires podían garantizarle un tratamiento psicológico”, cuenta Magda.
Kelly informó quedesde el Ministerio se le gestionó el ingreso al plan “Potenciar Trabajo”: la burocracia estatal tardó dos meses en darle el alta. Es un subsidio de 8500 pesos por mes.
–¿Cree que pudieron hacer más por ella? –le preguntó Página/12 a la funcionaria.
–Pusimos a disposición todos los recursos que teníamos. Tanto los equipos interdisciplinarios como el programa. Pero siempre que el resultado no es el esperado te das cuenta que faltó. Ella necesitaba una vivienda. Eso claramente no teníamos firma para resolverlo. Es feo decir resultado no esperado… la verdad es que Cristina sufrió tanto.
Cristina volvió en enero a Posadas, vivió un tiempo en casa de sus padres pero después se alquiló una habitación. Pagaba unos 5000 pesos por ese techo. No tenía heladera.
“Cuando salió de la cárcel no sabía lo que eran las redes sociales, ni mandar un mensaje por WhatsApp, ni un mail, ni adjuntar un archivo ni postear fotos. Había terminado el secundario en la cárcel, pero no le enseñaron ningún programa de informática, nada. Le ofrecieron un laburo para limpiar en el hospital de Posadas. ¿Por qué no le daban la opción de estudiar? Ella estaba mal. ¿Quién no va a estar mal después de tanto tiempo en la cárcel?”, se pregunta Magda.
“La cárcel es un estigma. En este pueblo chico si no sos “hijo de” no tenés trabajo. Yo todavía no pude conseguir. Tu cara sale en los medios. ¿Quién te va a tomar?”, dice Cecilia, que tiene una hija de 21 años y vive con su padre.
El cura Alberto Barros, titular de Cáritas de la diócesis de Posadas, le consiguió un contrato en el Estado provincial, a través del gobernador de Misiones, Oscar Herrera Aguad, a quien –dice– llamó personalmente para pedirle el empleo. “La conozco a Cristina hace 12 años, cuando estuvo detenida en la Alcaidía de Mujeres. La parroquia San Antonia, donde estaba yo en ese momento, en el barrio Rocamora, quedaba cerca y visitaba a las detenidas. Después la trasladaron a la Unidad Penal 5 y la seguí visitando. A veces le mandaba telas, hilos, ella hacía repasadores, bolsitas, organizadores, y los vendíamos después de misa y le entregaba ese dinero a la hermana, para que le comprara cosas de higiene, yerba, azúcar. Ahora estoy en otra parroquia, Sagrada Familia y en Cáritas. En enero, la fui a ver a la casa de sus padres y me dijo: “Estoy libre pero no tengo nada. No sé cómo me voy a sostener”. La angustiaba mucho un futuro sombrío. Estaba muy frágil afectivamente. Se sentía muy frustrada”, dice el sacerdote. Barros cuenta que el contrato que tenía era por un salario de 24 mil pesos y terminaba en diciembre, pero se iba a renovar. En Cáritas, Cristina se ocupaba de recibir las donaciones, las clasificaba, y también iba a los barrios pobres a repartir ropa y comida. Le gustaba ayudar a la gente. Incluso, visitaba la cárcel.
“Empatizaba fácil porque ella había estado ahí, sabía del sufrimiento. Tenía unas ganas impresionantes de ayudar a otros presos y presas y de estudiar. Pero tuvo que dedicarse a intentar subsistir”, dice Magda.
En la cárcel, Cristina se casó con Mariana, otra mujer presa. Mariana recuperó la libertad en mayo al cumplir una condena.
“En Cáritas se enteraron de su casamiento y la presionaban para que se divorciara. Estaba supremamente condicionada. No quería perder el trabajo. Tenía mucho miedo. Le llegaron a decir que le seguían pagando el sueldo pero que no fuera. Pero a ella le hacía muy bien trabajar, le daba rutina, se sentía útil”, dice Magda. “La presionaban porque estaba casada con otra mujer”, confirma Cecilia.
Hace poco más de tres semanas, Cristina había iniciado el trámite de divorcio, con el patrocinio del abogado Manuel Rondon, con quien estaba preparando además, una demanda contra el Estado para reclamar una indemnización por los daños que le causó el injusto encarcelamiento. “Me confesó que estaba sintiendo presión en Cáritas para iniciar el trámite. Incluso me dijo si podía imprimirle la carátula de la causa de divorcio para mostrarla”, dice Rondon.
El cura Barros niega esa presión.
La fiscal Liliana Picazzo, que la había acusado de asesinar a una vecina, hoy integra el Superior Tribunal de Justicia: esa corte provincial la condenó dos veces, sin pruebas.
“Me sacaron parte de mi juventud”, dijo Cristina Vázquez a esta cronista, desde su casa en Posadas, rodeada de su familia, mientras sorbía tereré para aplacar el calor misionero. Hacía pocas horas que había recuperado su libertad. No solo la juventud le sacó la justicia, que la juzgó con prejuicios y sin pruebas. El Estado le sacó la vida.
Fuente: Página 12