Guernica: cinco historias para entender por qué se toma
Todas las mañanas, cuando se despierta adentro de su carpa de nylon, Luis Alberto Avalos agarra el teléfono y les manda un audio a su pareja, a su hijo de dos años y a su mamá, que están en Paraguay. Casi siempre es el mismo mensaje: les pregunta cómo durmieron y si están bien.
Luis Alberto tiene 40 años y nació en Lomas de Zamora, pero, como sus padres son paraguayos, siempre estuvo yendo y viniendo al país vecino. El 27 de febrero, llegó para comenzar un trabajo en la construcción, pero, a las pocas semanas, la cuarentena le arruinó todos sus planes: el empleo se cortó y su familia quedó del otro lado de la frontera.
Dos meses después, ya no tenía dinero y no pudo seguir pagando el alquiler.
La historia de Luis Alberto, como define él mismo, “es una historia muy triste”, al igual que casi todas las que se encuentran aquí en Guernica, en la última línea del conurbano sur, una zona donde se dibuja el cada vez más estrecho límite entre el campo, las barriadas y el boom de countries.
Luis Alberto tenía un terreno y una casita en González Catán, pero, cuando su padre se enfermó, debió venderla para costear los viajes a Paraguay y los gastos de internación y medicamentos. Su papá finalmente falleció. Y ahora debe cuidar a su mamá, que quedó sola en el interior paraguayo.
—Con ella, aprendí a tomar mate —dice Luis Alberto—. Aprendí a hacerle compañía. Y aprendimos a llorar juntos.
En Paraguay, conoció a su mujer y tuvieron un hijo. Sin embargo, siempre vuelve a Buenos Aires porque el trabajo se paga mejor: un oficial albañil, ejemplifica, gana allá mil pesos argentinos por jornada. Acá, un ayudante gana casi el doble.
Luis Alberto no puede quedarse quieto. Limpia su terreno, el de al lado, les arma las carpas a varios vecinos con lo que tiene a mano. Cuenta que nadie puede entrar materiales: que la Policía no lo permite. Después de dos noches inundado, Luis Alberto diseñó un sistema de zanjas para que el agua no llegue a las carpas.
—Mi familia me da su aliento desde allá para que aguante. Es muy difícil estar acá— dice. Asegura que puede aguantar. Pero que, para eso, necesita un lugar desde donde empezar.
En Luis Alberto caben todas las contradicciones de un sistema que no siempre premia al que labura:
Es albañil y construye casas, pero está viviendo en una carpa improvisada.
Es carpintero, pero las maderas con las que hace magia son ramas y cajones de verduras.
Es colocador de cerámicas, pero duerme sobre un piso de tierra.
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La de Lidia Falcón es una historia atravesada por múltiples violencias. Ella y sus cuatro hijos huyeron de la casa donde vivían en El Roble, un barrio de Guernica, porque una familia las amenazaba de muerte. Lidia había denunciado a un vecino por abusar sexualmente de su hija Daiana, de 15 años. Daiana debió contar esa situación en Cámara Gesell, en el marco de una causa que investiga la Unidad Fiscal Número 1 de La Plata.
La familia del abusador, como represalia por esa denuncia y el expediente judicial, intimidaba a Lidia de manera recurrente. Hasta que un día, la amenaza se convirtió en acción: ingresó a su casa con un cuchillo e intentó lastimarla.
—Dejé lo poco que tenía y me vine acá para vivir tranquila con mi familia. Para empezar de cero —cuenta.
Lidia también se escapó de su pareja, el padre de sus hijos e hijas, que es alcohólico. “Nos maltrataba y nos pegaba, está todo el día borracho”.
Además de Daiana, Lidia es la mamá de Miguel (17 años), de Simón (8 años) y de Luján (6 meses). Tenía otro hijo que, hace dos años, murió de meningitis.
Lidia recibe las asignaciones por sus hijos y 8.500 pesos por integrar una cooperativa que realiza tareas de barrido y limpieza en el municipio. “¿Quién puede pagar un alquiler?”, se pregunta. Ella seguro que no. A veces, de hecho, ni siquiera puede comprar comida. Son las cuatro de la tarde y en la casa improvisada de chapas y lonas, con dos camas hechas de pallets y frazadas donde duermen los cinco, solo hay un poco de dulce de batata que le acercaron unas vecinas. “Hoy, comimos ese dulce”, señala.
No le dice tomar ni ocupar ni usurpar. Lidia habla de “ganar” la tierra. Que eso es lo que quiere ella y toda la gente que está ahí. Ganar. Después de tantas pérdidas y derrotas, ganar. Una vez en su vida: ganar.
—Para muchos, somos delincuentes. Es la primera vez en mi vida que hago esto. Capaz está mal, no lo sé. Pero estoy acá porque solo quiero un pedazo de tierra para mí y mis hijos.
César Losa está parado en uno de los últimos terrenos de la toma de Guernica. Detrás de él, solo hay campo y eucaliptus. Delante, un arroyo contaminado y una carpa con un colchón viejo, frazadas, una bicicleta, una conservadora, dos bolsas con panes duros, un litro de aceite, una botella de lavandina y un tarro de alcohol en gel.
César tiene 52 años y siempre trabajó como peón rural. Es uno de los miles de trabajadores golondrinas que tiene la Argentina: a quienes contratan para una cosecha o para una tarea puntual que puede durar semanas o meses. También trabajó en la construcción.
Cuando era pibe, cazaba con la gomera en estos campos donde ahora más de dos mil familias se instalaron para intentar construirse su casa. César conoce bien la zona: hace 40 años que vive en Guernica. Por eso, sabe que hay varias hectáreas que no tienen dueño. En aquel tiempo de caza y juegos, había un hombre que los dejaba correr por aquí a cambio de que no le desarmaran el alambrado. Ese hombre siempre les decía que ese campo lo había alambrado para tener a sus animales, pero que él no era el dueño. El dueño se había muerto.
César llegó a la toma porque no tenía dónde vivir. En octubre, regresó de su último trabajo en el campo y no lo volvieron a llamar. A los pocos meses, tuvo que dejar la casa donde alquilaba porque no podía pagar el alquiler. Un amigo le prestó una casita que tenía en venta. Ahí, para conseguir unos pesos, César se había puesto a vender choripanes. Pero la pandemia también le anuló esa posibilidad.
Cuando el amigo pudo vender la casita, César quedó atrapado. Por eso, está acá.
—Quiero que se quede la gente. Porque es gente que de verdad lo necesita. Para nosotros, esto es una oportunidad —dice César.
También dice que la gente es tranquila, que hubo alguna que otra pelea, es cierto, pero que todos tratan de ayudarse. Por eso, se indignó cuando uno de los dueños de los campos linderos salió a decir en un canal de televisión -TN- que todos los días escuchaba tiros. Lo vio mientras preparaba milanesas en una carnicería de Glew, la única changa que le sale: dos horas y media por día.
—Los tiros son los que tira él para intimidarnos —asegura.
César estuvo obligado a dormir los primeros días con los ojos abiertos y con la única mantita que tenía. Con el correr de las semanas, mejoró un poco esas condiciones.
La mano de César, trabajador golondrina y peón rural (Imagen: Juan Pablo Barrientos)
Luis y Estela se vinieron hace diez años desde Santiago del Estero. Allá, en el límite con Chaco, tenían su rancho de adobe y algunos animales, pero casi no había trabajo. La hermana de Estela les dijo que en Buenos Aires la situación podía mejorar: que sus seis hijos iban a tener dónde estudiar y que siempre surgía algún laburo para hacer. La invitación los convenció.
Luis tiene una discapacidad en su pierna izquierda, es chapista de automóviles y se la rebuscaba con trabajos eventuales en talleres mecánicos. Estela lavaba ropa. Los dos, además, vendían pan casero y tortillas entre Longchamps y Guernica.
Pero la pandemia cortó todo.
En estos seis meses, Luis solo hizo dos changas en un taller. Estela dejó de lavar ropa. Y hornear pan casero, al casi no haber circulación de personas, dejó de tener sentido.
El problema viene desde antes de la pandemia y la cuarentena. En toda esta década, Luis y Estela no pudieron comprar ni conseguir un terreno. Siempre vivieron amontonados y “de prestado”, con sus hijos y sus nietos en la casa de otros familiares.
Por eso, hace dos meses, decidieron venir acá: porque soñaban con tener un terrenito propio. Luis camina con su bastón, toca el pasto y lo explica:
“Nos sentimos bien acá porque tomamos aire puro. Me gusta plantar, hacer huerta. Ponés una semilla y tenés choclo, zapallo, sandía. Hay mucha vida en esta tierra”. A unos metros, uno de sus hijos, Ricardo, de 13 años, corta con un machete los yuyos.
Poquito a poco, Estela y Luis dicen que podrían ir comprando materiales para ir edificando. “Queremos algo lindo, no queremos hacer una villa”. Tampoco quieren que se lo regalen: “Estamos dispuestos a pagarlo con una cuota accesible. Uno siempre tiene la esperanza de que va a quedar para uno y para los hijos el día de mañana”.
Rosa Reartes duerme hace dos meses en una carpita hecha de nylon del tamaño de una cama de una plaza. Apenas entra ella, pero también duermen sus tres hijas. La cuarta vive con su madre lejos, en Rafael Calzada.
Hasta antes de la pandemia, Rosa barría plazas. Era parte de un plan estatal articulado con diferentes municipios. Por esa tarea, Rosa cobraba 8500 pesos. Con eso y las asignaciones por sus hijas, sostenía el alquiler de una casita cerca de la ruta, en Guernica.
—Tenía que comprar la comida, pagar las facturas. Y no me alcanzaba —describe.
Rosa cuenta que nunca tuvo plata, pero que antes le iba mejor: que vendía comida y muchos vecinos le compraban, y que con eso podía estar algo más holgada. Pero que, hace tres años, tuvo que dejar de hacerlo: “La carne se fue por las nubes, el gas y la luz también. Y la gente no podía pagar tanto”. Rosa tuvo que aumentar, la gente le empezó a comprar menos y la mercadería se le echaba a perder.
Para Rosa, sería un paso enorme y soñado tener un terreno propio y dejar de alquilar.
“Todos hablan de las muertes por el coronavirus, pero mucha gente muere de pobreza”, compara Rosa. Esas muertes no tienen el conteo día a día ni en canales de televisión ni en los portales más leídos. Son muertes silenciadas.
Por eso, Rosa pide que les den una oportunidad: que les den un lugar para pagar con los años y no depender más de un alquiler. Eso es lo que le pidan sus hijas, cuenta Rosa, y es lo que quiere ella.
Fuente: La Tinta